Antes de enfrentar los momentos previos a la Cruz Jesús separó una noche para compartir una comida con sus discípulos. En aquella cena especial el Señor instituyó los símbolos que nos recordarían su muerte, dio una impactante clase práctica de humildad al lavar los pies a sus discípulos y dejó además un valioso cúmulo de enseñanzas que Juan recoge en el evangelio que escribe. Aquellas palabras finales comienzan con la introducción de un nuevo mandamiento, como guardado hasta entonces para sobresaltar su importancia:
“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.”
En su epístola Juan vuelve a introducir este mandamiento (v.11) esta vez no como uno nuevo sino como “el mensaje que han oído desde el principio”. Esta expresión produce la impresión de que el citado precepto había recorrido mucho camino y se había citado en repetidas ocasiones desde aquella noche. Esto reflejaría a su vez que los apóstoles lo entendieron como ocupando un lugar esencial en el conjunto de enseñanzas que recibieron de su maestro. Esta impresión parece corresponderse con el tratamiento que Juan da al mandamiento al colocarlo junto al de creer en el nombre de Jesús (v.23) y dedicar gran parte del pasaje a postular el principio de que la permanencia en Dios trae necesariamente como consecuencia el amor a los hermanos (vs. 10, 14, 23 -24).
Jesús mismo es en esto como en todo el modelo cumbre de lo que debemos ser. El objetivo de su vida fue la cruz, ejemplo máximo de la entrega por el otro. De la misma manera nos insta el apóstol a poner la vida por nuestros hermanos (v.16). Existen muchas formas de gastar la vida propia, y la mayoría suele apuntar a fines de satisfacción personal. El mensaje de la Escritura cambia el enfoque de nuestras prioridades. Postula la necesidad de orientar nuestra existencia hacia la entrega como lo hizo Cristo y amar a los hermanos de manera práctica (v.17), no de palabra sino en verdad (v.18).
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