lunes, 1 de octubre de 2012

Everett Harrison - Sobre el canon bíblico

Extractos tomados del libro INTRODUCCIÓN AL NUEVO TESTAMENTO.


El principio de la canonicidad no puede ser divorciado de la idea de la autoridad, en este caso de la autoridad divina, a pesar del hecho patente que las Escrituras fueron escritos por hombres. Tras la palabra escrita hay una tradición oral respecto a Cristo y su obra, y tras la tradición oral está la predicación de los apóstoles como portavoces autorizados de Cristo (cf. 2 Co. 13:3), y tras este testimonio apostólico está Cristo mismo como aquél a quien el padre envió para obrar la redención del mundo. Cristo hizo dos cosas: autenticó el Antiguo Testamento y prometió la actividad del Espíritu de verdad para hacer posible lo que de hecho llegó a ser el Nuevo Testamento. Es así que en el sentido fundamental Cristo es la clave de la canonicidad.

El carácter mismo de la revelación neotestamentaria tenía como consecuencia lógica el investir de autoridad al documento escrito que la transmitía. Si la iglesia tenía conciencia del cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento en la vida y misión de Cristo y en sus propios comienzos, entonces era inevitable que la iglesia considerase el relato de estos cumplimientos como copartícipe del carácter autorizado que el Antiguo Testamento poseía y que ahora, por vez primera, hablaba a los corazones de los hombres con verdadera plenitud de significado a la luz de esta nueva revelación, tan cabal y plena.

Algunas personas se perturban ante el hecho de que no hubo un acuerdo total en la iglesia primitiva respecto a qué libros deberían estar en el canon del Nuevo Testamento. Sin duda, una discusión era necesaria para satisfacer la mayor cantidad posible de personas y para llevarlas a un consenso. Lo que importa recordar aquí, sin embargo, es lo siguiente: el mero hecho de discutir el derecho de ciertos libros de ser incluidos en el canon ya presupone la idea de un canon, la idea de un cuerpo de escritos sagrados revestidos de autoridad de un modo único. No debe permitirse que desacuerdos pasajeros respecto a unos pocos libros supere en importancia el acuerdo mucho mayor que hubo respecto a la mayoría de los libros. Además, el acuerdo básico y voluntario que hubo respecto al canon ante diferentes partes de la iglesia (aparte de, y previo a, la acción de los concilios eclesiásticos) es un hecho destacado que debe recibir el valor que le corresponde.

G. W. Lampe lo expresa así, "La iglesia primitiva no poseía ni el equipo crítico ni el histórico para definir el canon rápida, uniforme y exactamente; pero gradualmente logró aislar aquellas obras primitivas que, además de los Evangelios y de las epístolas apostólicas reconocidas, contenían en su opinión la posición doctrinal básica de los apóstoles.

Aun desde el punto de vista humano existía ya una noción por parte de los apóstoles de que Dios estaba hablando y dando órdenes a través de ellos.

En la medida en que se necesitaban hombres para escribir los documentos, proteger su transmisión y dar a conocer su contenido, el canon sin duda depende de la iglesia. Pero sostener que la iglesia "creó" las Escrituras es una contradicción de lo que la iglesia siempre ha tenido en claro al describir estos escritos como "la Palabra de Dios".

Como Barth ha vuelto a recordarnos, el canon es algo dado a la iglesia.

Los evangelios y los hechos extracanónicos se caracterizan habitualmente por la sobreabundancia de lo milagroso y por un olvido de la sobriedad de los poderosos actos de Dios en la Biblia, a favor de lo simplemente taumatúrgico. La importancia del mensaje evangélico para obrar la conversión es frecuentemente eclipsada por la fuerza bruta de las supuestas maravillas efectuadas por los emisarios de la cruz.

Orígenes comentó lo siguiente: "La iglesia recibe solamente cuatro Evangelios; los herejes tienen muchos, tales como el evangelio de los egipcios, el evangelio según Tomás, etc. A éstos los leemos para no parecer ignorantes ante aquellos que creen conocer algo extraordinario por estar enterados de lo que hay narrado en dichos libros". Y a Ambrosio se le adjudica este dicho: "Los leemos para que no sean leídos por otros; los leemos para no parecer ignorantes; los leemos para no recibirlos sino para rechazarlos, y para saber qué son estas cosas respecto a las cuales ellos tanto alardean".

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