Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas.
Isaías 412:8
Las razones que inducen al alma a amar deben ser primero entendidas antes de que puedan tener una razonable influencia en el corazón.
Jonathan Edwards
Dios quiere que le demos toda gloria a él y representa una especie de ultraje, ante sus ojos, el que el hombre se atribuya a él mismo algo de esa gloria. La mayoría de los creyentes estaríamos dispuestos a admitir que esta afirmación es buena. Pero uno puede profesar reconocer una afirmación como justa sin tener una verdadera comprensión de los fundamentos sobre los que descansa dicha afirmación. Creo que en este caso puede suceder eso. Después de todo, es común rechazar como jactanciosa la actitud de quién se atribuye gloria a si mismo y recibir, por el contrario, con beneplácito, la actitud humilde del que declina la gloria propia en favor de otro. Desde el punto de vista de nuestra comprensión humana y nuestras estructuras mentales, esto puede constituir un problema al intentar procesar las afirmaciones respecto a la búsqueda que Dios hace de su propia gloria. Si admito la idea de que resaltar las virtudes propias frente a los demás constituye un defecto, corro el riesgo de proyectar las connotaciones negativas de esta apreciación a la actitud que asume Dios al reclamar que se le de toda la gloria. Reflexionar, por lo tanto, no sólo sobre la pertinencia de que Dios reclame su gloria, sino además, sobre la necesidad que tenemos nosotros de que Él haga tal cosa y las bendiciones resultantes de ello, es importante para dar a nuestro pensamiento una orientación precisa que vaya más allá de un mero asentimiento general a una verdad que interpretamos a veces de manera demasiado vaga para que tenga un impacto significativo en nuestra vida.
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